martes, 27 de noviembre de 2012

El derecho a equivocarnos


El Pecado, ¿Noción mandada a recoger?
La noción de pecado ha sido impugnada desde muchos frentes en la edad moderna, como si fuera un concepto primitivo y anacrónico propio de épocas pasadas pero que deberíamos ya dejar atrás. La psicología, especialmente en el campo del psicoanálisis, le restó importancia y en el mejor de los casos lo despojó de sus connotaciones morales por considerarlas lesivas para la autoestima del individuo y con un potencial traumático para la personalidad. Aun la teología cristiana liberal decidió sacar al pecado del cuadro, al punto que la memorable, sucinta pero precisa descripción de esta teología hecha en el siglo XX por el teólogo norteamericano Richard Niebuhr mantiene toda su vigencia al referirse a ella de esta manera: “Un Dios sin ira, lleva a gente sin pecado, a un reino sin juicio, mediante la obra de un Cristo sin cruz”.
Finalmente, el pensamiento secular al consagrar como uno de nuestros presuntos derechos el llamado “derecho al libre desarrollo de la personalidad” le expidió al pecado su carta de defunción, pues implícito en este derecho se encontraría nuestra prerrogativa a equivocarnos como parte irrenunciable del libre y saludable desarrollo de la personalidad.
Así, pues, ante la imposibilidad de esconder de manera absoluta nuestros pecados por mucho que se les quiera justificar o maquillar con fachadas de respetabilidad, hoy hemos optado por disimularlo e incluso hacer ostentación de él al designarlo con uno de los muchos eufemismos que el pensamiento políticamente correcto ha puesto en boga.
Entre estos podemos señalar que ya no es bien visto decir
“prostituta” sino “trabajadora sexual”. No es correcto “sudar” sino “transpirar”. Es ofensivo señalar la “raza” de alguien, pues ya no existen las razas sino las “etnias”. Por consiguiente ya ni de cariño se le puede decir “negro” a alguien, así lo sea, sino que hay que referirse a él como “afrodescendiente”. Pero tampoco se le puede decir “blanco” al individuo de cabello y ojos claros y con escasa pigmentación en su piel, sino “caucásico”. Si alguien se nos acerca con “mal aliento” es solo impresión nuestra, puesto que lo que en realidad tiene es “halitosis”. Y si tiene el pésimo gesto de soltar “gases” en público ya no se le puede reprender, sino compadecerlo por sus incontinentes “flatulencias”. Algunos incluso han llegado a creer que “político” es un eufemismo para “corrupto” al punto de señalar como una redundancia la expresión “políticos corruptos”. ¡A tal grado de imperdonable confusión nos ha conducido el pensamiento políticamente correcto! Pero, bromas aparte, de la mano de este sistemático recurso a los eufemismos consagrado por el pensamiento políticamente correcto hemos llegado a creer que ya no cometemos “pecados” sino que, a lo sumo, cometemos “errores”. Y lo hacemos debido a que éste es, al fin y al cabo, nuestro derecho. Después de todo “errar es humano” reza la sabiduría popular, pues “nadie es perfecto”. Expresiones populares que han dejado de ser una descripción de nuestra condición humana caída que admitimos y lamentamos con pesar, para convertirse en derechos inalienables que ya no afectan nuestra conciencia pues los damos por sentados con indiferencia o les prestamos escasa atención, cuando no los exhibimos con desvergonzado descaro.
Al amparo de todo lo anterior la expresión “perdonar es divino” ha dejado también de ser una forma de referirse a la inmerecida gracia que Dios concede a los seres humanos en Cristo, para transformarse en una obligación que Dios tiene para con los seres humanos, pues debe aceptarnos como somos, con todos nuestros errores e imperfecciones, y con mayor razón si somos creación suya.
En el ámbito de la iglesia es cada vez más habitual que los cristianos digan “cometí un error” cuando deberían decir “cometí un pecado”, como si ambas expresiones fueran intercambiables entre sí. Pero no es así pues el error puede ser disculpado pero el pecado sólo puede ser perdonado. Más exactamente, el error se arregla con una disculpa, el pecado únicamente con arrepentimiento y confesión. El motivo por el que llamamos error al pecado es la intención de mitigar su gravedad despojándolo de sus connotaciones éticas y morales para no tener que rendirle a Dios cuentas por él. Contrasta el hecho de que, mientras nosotros llamamos error al pecado para mitigar su gravedad, el rey David llamaba pecado a sus errores pidiendo perdón a Dios por ellos: “¿Quién está consciente de sus propios errores? Perdóname aquellos de los que no estoy consciente!” (Sal. 19:12). No le faltó razón a George Soros al declarar: “Cuando se comprende que la condición humana es la imperfección… ya no resulta vergonzoso equivocarse, sino persistir en los errores”.
Resulta muy dudoso llamar “errores” a acciones humanas como las que ocupan todos los días los titulares y las primeras páginas de todos los medios de comunicación en esta “aldea global” en que se ha convertido nuestro mundo. Son justamente las inocultables y dolorosas consecuencias de nuestros “errores” las que han llevado a la sociedad secular a tener que lidiar con ellas con desventaja, tratando de hallar su causa en fuentes externas al individuo, como si éste último fuera tan sólo una víctima de las circunstancias y cuya conducta salpicada de “errores” fuera simplemente una inevitable reacción condicionada por el entorno en que le ha tocado vivir.
Los psicólogos y sociólogos conductistas piensan que bastaría modificar este entorno para reducir y llegar a erradicar los “errores” en las vidas de las personas, intención muy loable pero al mismo tiempo ingenua pues insiste en ubicar en el lugar equivocado la causa de los mal llamados errores humanos.
La psicología y las ciencias sociales han contribuido de este modo a atenuar la gravedad de la culpa de los pecadores que transgreden las leyes humanas y divinas, lastimando a la sociedad de la que forman parte. Tanto así que muchos están convencidos de que, como lo afirma Jack Beatty: “La violencia en las calles tiene contextos sociales, no causas sociales”. Así, se dice que el contexto social condiciona la conducta de los transgresores de tal modo que pareciera que no les quedara más opción que actuar de la manera en que lo hacen. Incluso sus motivos para actuar de este modo estarían, entonces, determinados por el contexto social en el que les ha tocado vivir. Son simples víctimas de sus circunstancias.
En realidad, el pecado humano no se explica, —ni mucho menos justifica—, entendiendo los contextos sociales en los que tiene lugar y ni siquiera los motivos conscientes esgrimidos por los transgresores. Por eso, modificar favorablemente los contextos sociales podrá disminuir los delitos, pero no eliminarlos de ningún modo, pues los transgresores, pecadores irredentos, encontrarán nuevos motivos que les sirvan de pretexto para tratar de justificar sus transgresiones. No debemos, por tanto, confundir contextos, motivos y causas. Las ciencias podrán entender los contextos y hasta descubrir y explicar los motivos de la errática conducta humana, pero la verdadera causa de ella será para la ciencia siempre un misterio profundo cuyo poder escapa a su comprensión y que forma parte de lo que el apóstol llamó: “… el misterio de la maldad” (2 Tes. 2:7).
La Biblia penetra en este misterio, revelándonos que la causa de la maldad humana no radica en los contextos ni en los motivos, sino en una universal y radical corrupción de nuestra naturaleza que remonta sus orígenes a la caída en pecado de nuestros primeros padres Adán y Eva, en lo que se conoce como la doctrina del pecado original. A la luz de lo que vemos a diario en los noticieros de la noche y a nuestro alrededor, la doctrina del pecado original se vuelve una explicación tan lógica que se cae de su peso.
Sin embargo, la sociedad secular cierra sus ojos a esta lógica. No por nada el prestigioso psiquiatra Thomas Szazs decía con tono mordaz que “los criminales ya no son ejecutados; son tratados” añadiendo luego: “En realidad, la mayor parte de los criminales es normal, e incluso suficientemente inteligente para llevar a cabo crímenes muy complejos”. Y no se trata aquí de protestar contra los que impugnan la pena de muerte para los criminales sino más bien de protestar contra quienes niegan o atenúan su culpabilidad personal, ya sea atribuyendo su comportamiento criminal a causas congénitas, o peor aún: dispersándola en la sociedad de la que forman parte, cuyos miembros llegamos a ser “coculpables” con ellos al haber contribuido de algún modo a configurar la situación social que propició sus crímenes o que, al menos, los hizo posibles. Asimismo, al diagnosticar locura a los criminales acallamos nuestra propia conciencia rotulándolos como “enfermos”, incapaces de admitir la posibilidad de que en nosotros mismos exista un potencial para la maldad como el que los criminales en cuestión manifiestan. Así, pues, transformamos a los criminales atroces, de malvados y culpables, en enfermos y víctimas, para poder así dormir nosotros mismos con la conciencia tranquila.
Los “locos” se convierten así en los chivos expiatorios de las culpas de la sociedad de turno, de la mano de una “ciencia” que quiere hacernos creer que no somos realmente responsables por nuestros actos, pues estos estarían absolutamente condicionados por los genes, el medio ambiente o el entorno social, o todos juntos. Como quiera que sea, los “locos” incomodan a la sociedad porque dejan al descubierto el potencial para el mal de nuestra humana naturaleza o, en otras palabras, nuestra latente perversidad producto de nuestra naturaleza caída. Naturaleza caída que se comienza a manifestar, paradójicamente, en el escándalo que nos produce la misma noción de pecado.
De hecho una de las experiencias más exasperantes del ministerio pastoral en la que debemos con frecuencia declararnos impotentes, es tratar de llevarles el evangelio a esos “hombres de bien”, trabajadores y satisfactoriamente responsables en sus hogares con sus esposas e hijos, que pagan sus impuestos cumplidamente y que, en sus propias palabras “no le hacen mal a nadie”. Gente que no desentona para mal pero tampoco se destaca para bien. Personajes que pueden aceptar de manera entusiasta muchos de los aspectos del evangelio, incluso los milagros, pero que cuando se menciona el pecado, se retiran de la conversación y cambian el tema, algo incómodos, debido a que supuestamente eso no tiene nada que ver con ellos, gente imperfecta, por supuesto, pero al final de cuentas “gente de bien”.
La humanidad prefiere permanecer sumida en la mediocridad de las masas que reconocer la realidad del pecado en su propia vida. Prefiere moverse con algo de solvencia en la línea de los promedios o los estándares sociales. Prefiere ser parte de aquellos a quienes C. S. Lewis se refirió como esa mayoritaria “… infrahumanidad más o menos satisfecha”, por contraste con el minoritario grupo de “… grandes pecadores… capaces de auténtico arrepentimiento, pues son conscientes de su verdadera culpabilidad”. Pero por nuestro propio beneficio, haríamos bien en reconocer que todos formamos parte de este último grupo. El grupo de quienes dejan de considerar como simples “errores” todas sus salidas en falso y comienzan a llamarlos por su nombre verdadero que no es otro que “pecado” y renuncian de paso a seguir esgrimiendo sus errores y pecados como derechos adquiridos por el simple hecho de haber nacido en este mundo.

Por: Arturo Rojas*

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